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Acaso temerosa de que volviera a ocurrirme otro desencuentro fuera de mi territorio conocido, volví a la Facultad de Artes y sopesé dos opciones divergentes. Conocedora de la mediocridad a niveles distintos en dos áreas académicas muy diferentes, no quería saber nada de la academia, que ese momento era un obstáculo más a superar para poder saltar en pos de mis verdaderos sueños. Ahora pienso que si hubiera tenido una opción más afín con mis intereses, que no se viera interferida con ninguna equivalente, no hubiera tenido ocasión de cuestionar ahora mis decisiones. Pero las cosas parecieron encajar para ir dirigiendo mis pasos y cerrar ciertas puertas una vez que las atravesaba. En el punto de no retorno todo lo que deseé fue terminar pronto con toda aquella farsa, y despachar sin demoras la exigencia social de tener un título cada vez más alto para ser alguien más importante. Tomé el camino fácil, que no lo era porque el otro fuera necesariamente más dicífil, sino porque hubiera implicado el uso de un atuendo que calaría en mi mente tan naturalmente como un disfraz barato. No habría manera de convencerme de la autenticidad de los argumentos para llamar arte a mi trabajo y artista a mí misma. Preferí no meterme en un área que nadie puede definir claramente, pero sobre la cual todos tienen una opinión, basada en las razones más parcializadas que pueda uno imaginarse. Un año me pareció soportable a cambio de recibir un grado con honores y el menor esfuerzo (y sin embargo todavía estoy esperando los honores). Pedí la exención de mi examen de admisión y aproveché todos los beneficios que me daba mi condición de protegida de la facultad.

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