Hace ya tiempo que no recordaba la sensación de estar sola en casa, sobre todo cuando es tarde en la noche. La casa parece expandirse, como si una esfera exterior de vacío se inflara alrededor de ella. Se siente como si el mundo próximo terminara en la ventana, e hiciera falta salvar una distancia oscura para encontrar a alguien fuera de aquí. A esta hora el mundo es silencioso y en verdad pequeño, y una pequeña luz basta. La penumbra de las cosas ocultas es una penumbra al fin y al cabo conocida, y no son las cosas conocidas las que me asustan esta noche.
Espero, y esperar no es la situación más imparcial para percibir la soledad de la casa. La espera dimensiona todo de manera diferente, el silencio se hace más táctil, cada ruido en la puerta que da a la calle es una protuberancia, un sobresalto que abriga esperanzas. Pero la espera se alarga siempre hacia adelante: ¿cuánto más deberé esperar? ¿qué haré mientras tanto? No parecen percibirse realmente los minutos pasados, sino los venideros, y la incertidumbre de esa premonición es la que marca el tiempo presente.
Me distraigo haciendo cualquier cosa, para imaginar que realmente no espero.