Renuncié cuando me ofrecieron una beca remunerada para estudiar un posgrado en la universidad, que consumiría gran parte de mi tiempo. Sopesé varias opciones, un par de maestrías. Quería aspirar a algo ambicioso, quería sentirme capaz de algo grande. Alguien me recomendó la maestría en Filosofía y yo le creí. Tenía la ventaja de no tener nada que ver con la carrera que yo odiaba en su ejercicio profesional, que no me había dado de comer hasta la fecha, y cuya academia me parecía tan mediocre que lo mejor era huir de ella lo más que se pudiera. La filosofía me recibió indiferente, atenta únicamente a su propia voz, su minucioso hilo conductor. La estética a la que yo quería referirme se sopesaba con argumentos de quinientos años atrás, sin vislumbrar siquiera una parte de lo que yo sabía que el arte maneja hoy. Los textos eran analizados palabra por palabra, en un intrincado rastreo que desembocaba en discusiones sobre términos tan específicos que distorsionaban por completo la visión de conjunto. A nadie parecían interesarle más las ideas que la interpretación que otro hacía de ellas. Ignoro si esta es la manera de enseñar filosofía en todas las facultades, pero particularmente en esa el discurso me pareció insoportable y consideré absurdo enfrentarme a la academia durante dos años para alimentar un capricho arrogante.
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